viernes, 3 de octubre de 2008
¿ QUE PASARÍA ?
EL PASADO PRESENTE
Denisse Dresser
¿Qué pasaría si hoy se repitieran los eventos del 2 de octubre de 1968? ¿Qué ocurriría si al hijo de cualquier lector lo acribillaran mañana en la calle? ¿Cómo respondería el sistema jurídico en estos tiempos? ¿Qué tipo de investigación emprendería el Ministerio Público? ¿Cuál sería el comportamiento de la Suprema Corte de Justicia de la Nación o de la PGR?
¿Qué posición asumirían la Comisión Nacional de Derechos Humanos y su titular, José Luis Soberanes? ¿Qué tipo de cobertura le darían las televisoras al caso? ¿Acaso el andamiaje institucional actual reaccionaría ante la impunidad de manera distinta a como lo hizo entonces?
Probablemente no, y ese es el problema que aqueja a México 40 años después de un episodio que muchos han querido enterrar. Pero al hacerlo contribuyen a que el pasado sea presente. A que la impunidad de antes se repita ahora.
Alguna vez Vaclav Havel escribió que para poder ver las estrellas había que descender hasta el fondo del pozo. Para cambiar la realidad es necesario conocer la verdad sobre ella y eso implica saber de dónde venimos y cómo llegamos hasta aquí. Pero en México el escrutinio del hoyo negro en el cual se ha convertido nuestro pasado es aún una tarea pendiente.
Ante la guerra sucia del pasado prevalecen las incógnitas del presente. Ante los abusos de ayer persisten los abusos de hoy. Al lado de las familias deshechas de 1968 está parada de la familia de Fernando Martí, entre tantas más. Pasa el tiempo y el esclarecimiento se convierte en una demanda de ciudadanos ignorados, en una colección de hojas marchitas, en una amnesia obligada.
Una amnesia peligrosa, porque como dice la frase célebre de George Santayana, "aquellos que se olvidan del pasado están condenados a repetirlo". En México hubo y hay muertos y heridos producto de la violencia desde el Estado. En México hubo y hay perseguidos y desaparecidos.
Allí están sus rostros desfigurados, sus narices rotas, sus ojos amoratados, sus familiares desesperados. Aunque Miguel Nazar Haro lo niegue, aunque Luis de la Barreda lo haya logrado eludir, aunque Luis Echeverría no quiera reconocerlo, aunque Ulises Ruiz haya logrado escabullirse, aunque la Fiscalía Especial para Movimientos Políticos y Sociales del Pasado haya fracasado, aunque los responsables de Atenco no hayan pagado un precio por lo que provocaron.
La impunidad persiste a 40 años del 68 porque nunca ha sido verdaderamente combatida. Porque nunca se dieron las consignaciones a los responsables de la matanza del 10 de junio de 1971. Porque nunca hubo asignación de responsabilidades a Luis Echeverría y a Mario Moya Palencia y a Pedro Ojeda Paullada y al Ejército Mexicano.
Porque Fiscalía Especial nunca obtuvo los recursos humanos y materiales que necesitaba; nunca obtuvo el acceso a los documentos desclasificados que requería; nunca obtuvo la cooperación prometida por parte del Ejército; nunca obtuvo la actuación eficaz de la Agencia Federal de Investigación, encargada de encontrar a aquellos contra quienes se habían girado órdenes de aprehensión. Porque nunca hubo un rompimiento claro con el pasado.
Cuando el fiscal Ignacio Carrillo Prieto aceptó el puesto, preguntó si iba a ser posible encarar a todos los responsables de la guerra sucia, aunque hubieran estado en la punta del poder. Y se le dijo: "todos son todos". Pero al final del día todos fueron sólo uno: Miguel Nazar Haro y nadie más. Otros están prófugos, otros tienen protección política. Y entonces -como se preguntó Human Rights Watch- ¿para qué se creó la fiscalía especial si estaba condenada al fracaso?
Más allá de lo que hizo o no hizo, Carrillo Prieto se enfrentó a un pecado original, a un problema de origen. La fiscalía dependía de las instancias a las que investigaba: dependía de la buena voluntad del Ejército para obtener información sobre su comportamiento, dependía de la colaboración de las corporaciones policiacas para denunciar a quienes antes operaban dentro de ellas, dependía del apoyo del Estado mexicano para averiguar qué hizo mal en el pasado.
Y de allí su parálisis. De allí su falta de resultados. La opción mexicana para lidiar con el pasado sugiere que nunca hubo una voluntad real de hacerlo. A la fiscalía no se le dio la autonomía que necesitaba, el poder que requería, los recursos que hubieran hecho viable su gestión.
Por ello, su desempeño constata que fue creada para fracasar. Que fue creada para prevenir la confrontación. Que fue creada sólo para permitirle a Vicente Fox decir que existía. Que fue una opción suave para evadir una opción dura. Como argumenta Sergio Aguayo, la Fiscalía Especial contribuyó a que el gobierno de Vicente Fox le otorgara una amnistía de facto a los perpetradores del viejo régimen.
Porque el escrutinio del pasado a muchos incomoda. A muchos asusta. A la élite empresarial y a los políticos que promueve. Al Ejército y a los culpables que protege. A los priistas con la conciencia intranquila y las manos sucias. A los cómplices, a los callados, a los represores, a los culpables, a los que actuaron sin límites en el pasado y no quisieran revivirlo. A los que no quieren responder a la pregunta persistente: "¿Y mi hijo? ¿Sabe algo?".
Todos los defensores del statu quo argumentan que perseguir el pasado colocaría a México al borde del abismo, polarizaría al país, generaría un alto grado de incertidumbre, impediría las reformas estructurales, debilitaría al Estado, acorralaría a la Presidencia.
Pero paradójicamente todos esos escenarios ya están ocurriendo. Se están dando. México ya está parado en un lugar precario, ya enfrenta la polarización, ya vive la incertidumbre, ya padece un Estado débil, ya presencia las reformas postergadas, ya sufre una Presidencia acorralada. Lo único que ha producido el esfuerzo por enterrar al pasado es la perpetuación de sus peores prácticas en el presente.
Basta con pensar en Vicente Fox y Marta Sahagún abrazados bajo un árbol, presumiendo su rancho. Roberto Madrazo con los brazos en alto, celebrando su triunfo en el maratón de Berlín. Mario Marín en una reunión reciente de la Conago, sonriendo mientras platica con sus contrapartes. Ulises Ruiz de la mano de su esposa, paseando por un hotel de lujo en la playa. Arturo Montiel, en un resort invernal, esquiando de cuesta en cuesta. Emilio Gamboa sentado en la Cámara de Diputados, negociando las reformas a la medida del priismo desde allí.
Personajes impunes, progenitores de la desconfianza, patrones de la trampa, emblemas de la nación, faros de la mentira e iconos de la República. Protagonistas del país que reproduce lo más criticable del pasado, una y otra vez.
El país donde siempre hay corruptos señalados pero nunca corruptos encarcelados. Y donde todo esto es normal. Los errores, los escándalos y las fallas no son indicio de catástrofe sino de continuidad.
El coyotaje practicado por la primera dama o la pederastia protegida por un gobernador o la fortuna ilícita acumulada por un candidato presidencial o las negociaciones turbias entre un senador y un empresario no son motivo de alarma sino de chisme. No son síntoma de un cáncer a punto de metástasis, sino de una urticaria con la cual el país se ha acostumbrado a convivir.
La permanencia en el poder público de quienes violan sus reglas más elementales desde 1968 es lo acostumbrado, tolerado, aceptado.
Porque en todos los casos de impunidad, no importa la evidencia sino la coyuntura política. La correlación de fuerzas en el Congreso. El calendario electoral. Las negociaciones entre los partidos y sus objetivos de corto plazo. La relación entre el presidente y la oposición que busca acorralarlo. Las conveniencias coyunturales de los actores involucrados. Los intereses de los medios con agenda propia y preferencias políticas particulares. Leer más
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