La guerra mediática
Javier Sicilia
Proceso
MÉXICO, D.F., 9 de agosto.-
Desde las elecciones de 2006,
las campañas propagandísticas han jugado un papel muy importante para
denostar al adversario y construir un imaginario tan falso como
destructivo. La frase de Goebbels: “Si se repite una mentira cien veces
se convierte en verdad”, que llevó a Alemania a la ruina y al mundo a
una guerra atroz –una consecuencia de la falsedad–, ha arrojado a la
política y a la democracia mexicana al desastre. Bajo el sueño de una
vida democrática se ha desarrollado, a través de la propaganda, una
lucha por el poder y sus privilegios. Se trata, no de usar los medios
para proponer un camino, sino de generar terror para dominar y
controlar. Desde la demonización del EZLN y su vocero, el subcomandante
Marcos, hasta la denostación de López Obrador, el poder ha usado los
medios para una sola cosa: no permitir que las propuestas que toman el
camino de un equilibrio social adquieran legitimidad.
La lógica, a pesar de la fuerza cada vez más expansiva y sofisticada
de los medios, no es nueva. Es continuar usando la imprenta como se
hizo durante el establecimiento del gobierno que emanó de la Revolución
Francesa.
En México, quien la usó primero en el sentido en que lo han hecho el
PRI y el PAN contra esas figuras emblemáticas y cohesionadoras de las
esperanzas de los marginados, fue Carranza con Villa. La técnica –que se
remonta a Robespierre cuando construyó en el imaginario de la gente la
idea de un Danton contrarrevolucionario a causa de su gusto por el lujo y
la buena vida– consiste en mostrar a dichas figuras como seres vulgares
que tienen intereses oscuros. Zedillo con Marcos; Fox, y ahora Calderón
y el panismo, con López Obrador, tenían y tienen –parafraseo a
Friedrich Katz en su biografía sobre Villa– un problema que suele
plantearse a los dirigentes políticos en todos los procesos de cambio:
en los diseños rápidamente cambiantes que trazan las alianzas y los
conflictos en cualquier movimiento que quiere una transformación,
quienes detentan el poder tienen que convencer a la población del país
en su conjunto o a una buena parte de ella de que los líderes de esos
movimientos son en realidad traidores y perversos.
Se trata –cito a Katz– “de describir (a través de los medios al
alcance y como lo hizo Robespierre con Danton) debilidades y rasgos
negativos auténticos de sus enemigos, combinarlos con otras fallas más
imaginarias y sostener que cualquier acción positiva que esos enemigos
(lleven) a cabo (es) sólo una cortina de humo para sus negativas
intenciones”. Villa había sido bandido y, en consecuencia, siempre lo
sería. En cualquier acción suya –como lo retrató Keneth Turner,
contratado por Antonio Villarreal para denostarlo– estaba el sello de su
pasado: el vandalismo y el homicidio
Una práctica semejante emplearon Zedillo y el secuestrado Fernández
de Cevallos contra Marcos. Quien había sido comunista, siempre lo sería.
Así –como Carranza lo hizo con Villa– se señaló hasta el cansancio que
el verdadero nombre de Marcos era Sebastián Guillén, para recordar que,
debajo de ese héroe romántico encapuchado y defensor de los indios se
ocultaba el comunista formado en las tradiciones más radicales de la
izquierda universitaria, un radical que usaba a los indios para
desestabilizar el país y hacer una revolución.
Contra López Obrador, Fox, el panismo y algunos intelectuales
paranoicos del pasado soviético emplearon una técnica similar. Dado que
ha sido un hombre de izquierda, crítico de los monopolios empresariales y
defensor de las causas populares, se hizo creer que quería tomar el
poder para destruir las instituciones políticas y económicas y crear un
gobierno autoritario como el de Chávez en Venezuela. A él, a diferencia
de Marcos o de Villa, no había que desenmascararlo para mostrar a partir
de su pasado, sin matices, su presente, sino, a partir de sus
declaraciones de izquierda, construirle una imagen aterradora que aludía
al autoritarismo chavista: “Un peligro para México”, “un mesías
tropical”, un intolerante disfrazado de gandhismo, un ambicioso montado
sobre “güevones” y resentidos sociales.
Las particulares debilidades de ambos, sus rasgos negativos y sus
errores políticos, más la paranoia histórica del comunismo, difundidas
en periódicos, entrevistas, TV, radio e internet, no sólo crearon (como
Carranza lo hizo con Villa, al grado de que muchos piensan todavía en él
como un bandido montado en los ideales de la Revolución Mexicana) una
imagen aterradora, monolítica y destructiva de ellos, sino un imaginario
falso sobre el que hombres y mujeres que no aman la democracia, sino el
poder, han reinado llevando al país a la ruina en la que se encuentra.
Ahora que López Obrador se ha destapado para contender de nuevo en
las elecciones de 2012 esa misma técnica volverá a surgir. ¿Cómo se
articulará? Es difícil saberlo. La realidad ha mostrado la falsedad de
la propaganda que lo condenó en 2006. Veremos ahora, frente a la
realidad que todos padecemos, si los modernos métodos de la propaganda
que desde Carranza se han ido sofisticando en el país, podrán detener
otra vez las formas tradicionales de la movilización de masas y de una
ciudadanía humillada, cansada, arruinada y harta del discurso mediático y
su guerra.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar
a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la
Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la
Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la
APPO y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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