Violencia: ¿por qué y para qué?
Denise Dresser
“La práctica de la violencia, como toda acción, cambia al mundo, pero el cambio más probable es un mundo más violento.”
Hannah Arendt
MÉXICO, D.F., 24 de enero.-
PROCESO
“Otro golpe al crimen”, anuncian los
titulares de los periódicos. “Otra aprehensión de un capo importante”,
declara el vocero Alejandro Poiré. “Otro decomiso de proporciones
históricas”, asegura algún general del Ejército. Día tras día, la
letanía de cifras y capturas y datos diseminados para constatar la
victoria, evidenciar el éxito, argumentar que el Estado va recuperando
los espacios que perdió. Pero para la población las declaraciones
vertidas carecen de sentido. Las cifras celebradas no alteran la
sensación compartida de miedo. La narrativa gubernamental no altera la
percepción de inseguridad prevaleciente. Y todo ello lleva a las
preguntas ineludibles: ¿La estrategia del gobierno de Felipe Calderón es
causa de la violencia que va en ascenso? ¿El combate al narcotráfico ha
resultado contraproducente? ¿Agitar el avispero ha llevado tan sólo a
más picaduras de avispas?
En los últimos años, México padece niveles de violencia sin
precedentes. Como argumenta Fernando Escalante en el artículo La muerte
tiene permiso –publicado en la revista Nexos–, la tasa nacional de
homicidios sube 50% en 2008, y de nuevo 50% en 2009, llegando a 19 mil
809. La tendencia ascendente se da en el segundo año del gobierno de
Felipe Calderón y se vuelve imperativo entender por qué. La explicación
oficial se ha vuelto un lugar común: Los homicidios provienen de
cárteles peleando contra cárteles; las muertes son producto de la
confrontación entre capos; la violencia es resultado de una estrategia
exitosa, no de una intervención ineficaz. Se nos dice que México es un
país más violento porque los criminales desesperados se están destazando
entre sí: La Federación de Sinaloa contra la organización de Vicente
Carrillo Fuentes; Los Zetas contra el Cártel del Golfo; Héctor Beltrán
Leyva contra La Barbie; criminal contra criminal.
Y entonces, según la estrategia gubernamental, la violencia se vuelve
aceptable, justificable, hasta necesaria. El número creciente de
homicidios se convierte en prueba de que Felipe Calderón va ganando la
guerra cuyo nombre dice desconocer. El aumento de los asesinatos se
convierte en validación de una lucha a la cual le ha apostado su
presidencia. Más muertos, más éxito. Más interdicciones, más
disrupciones. Más capturas de capos, más luchas intestinas entre ellos.
La violencia es vendida como un fenómeno coyuntural, que disminuirá
cuando los narcotraficantes hayan terminado de matarse entre sí. La
violencia es presentada como ingrediente indispensable de una ofensiva
militar diseñada para sacudir el balance de poder dentro de los cárteles
y obligarlos a pelear para mantener su propio territorio o adueñarse
del mercado de sus rivales.
Pero, ¿y si la violencia no es causa de la estrategia gubernamental,
sino su efecto? ¿Y si la violencia es usada no sólo por
narcotraficantes, sino también por otros grupos armados que recurren a
ella para defender lo que creen que es suyo ante el desmoronamiento de
la autoridad? ¿Y si la “guerra contra el narcotráfico” fuera el
contexto, pero no la explicación? ¿Y si la violencia no fuera muestra
del poder del Estado, sino evidencia de su mala imposición? Como señala
Escalante, la violencia de los últimos años está muy concentrada en
algunos estados y en algunos municipios de esos estados. Allí se dan la
mayoría de los decapitados y los calcinados, los acribillados y los
torturados: en Nayarit y Sinaloa y Sonora y Michoacán y Guerrero y
Durango y Chihuahua. Pero curiosamente la geografía de la violencia no
coincide con la ruta del narcotráfico y los muertos no son sólo quienes
vivían y se enriquecían con él. En esos estados, la violencia tiene una
explicación distinta a la versión oficial; posee una lógica diferente a
la narrativa gubernamental.
Y los números de Escalante muestran una realidad preocupante, una
coincidencia alarmante. En diversos estados la tasa de homicidios se
dispara a partir de la fecha del despliegue del Ejército y las fuerzas
federales. El arribo de tropas no reduce la violencia. Al contrario,
parece exacerbarla. El patrullaje de la Policía Federal no contiene la
inseguridad. Al contrario, parece llevar a su aumento. Lo que se
presenta como “éxito” está lejos de serlo en los municipios donde salir
por la noche se ha vuelto peligroso, donde comer en un restaurante se ha
vuelto un riesgo, donde asistir a una fiesta equivale a poner la vida
en juego. Los operativos conjuntos pueden ser, literalmente, el beso de
la muerte.
Este argumento parece contraintuitivo, pero lleva a conjeturas
interesantes. La llegada del Ejército muchas veces trae consigo el
desmantelamiento de la policía municipal. Y esa policía –corrupta,
infiltrada, cooptada– era la encargada de mantener el orden a través de
acuerdos informales, de pactos extralegales. Su desaparición trae
consigo el desmoronamiento de pactos ancestrales, de negociaciones de
largo tiempo y de largo alcance. La paz corrupta desde abajo es
sustituida por la imposición del orden desde arriba. Y ese orden
impuesto desde el Ejecutivo federal es demasiado intermitente, demasiado
insuficiente, demasiado desconocedor de la realidad local. Como señala
el documento de Stratfor Global Intelligence titulado Mexican Drug Wars:
Bloodiest Year to Date, el Ejército Mexicano y la Policía Federal no
tienen la capacidad para estar en todos los sitios todo el tiempo. Y
tampoco pueden instituir –de la noche a la mañana– el imperio de la ley
en un andamiaje construido sobre la corrupción y la complicidad.
La presencia del Ejército genera vacíos que cualquier persona con un
arma se apresta a llenar; la presencia de la Policía Federal genera la
incertidumbre que distintos grupos armados quieren aprovechar. Ya sean
comuneros o ejidatarios o rancheros o talamontes o contrabandistas o
ambulantes o policías privados o guardaespaldas o sindicalistas o
expolicías. El rompimiento del orden local genera la defensa de lo
individual.
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