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sábado, 13 de octubre de 2018


    LAS PLACAS DE DIAZ ORDAZ Y LA RECONSTRUCCION DE LA HISTORIA
    Francisco Estrada Correa.
    Decía en colaboración anterior que parte de la tarea de los hacedores de la nueva historia es, primero, conocer la pasada, explicarla, entenderla y ubicarla para no repetirla en sus errores y entonces sí, dejarla descansar.
    Esto viene a relación porque de entre los muchos eventos y actos que marcaron la conmemoración de los 50 años del 2 de octubre de 1968 uno en particular destacó, por lo audaz y controvertido: la decisión del jefe de gobierno de la Ciudad José Ramón Amieva, de remover las placas con el nombre de Gustavo Díaz Ordaz que estaban en las estaciones del metro, anunciando que esas placas se cambiarán por otras informativas sobre la construcción del transporte, pero sin mencionar a autoridad alguna.
    De inmediato los diputados del PT y de Morena aplaudieron el hecho, incluso fueron más allá y pidieron borrar todo vestigio que recuerde al expresidente en calles y colonias, no así algunos personajes, historiadores, políticos y opinólogos, que calificaron el hecho de banal, bestial, revanchista, populista y hasta dictatorial y stalinista. Miguel Angel Mancera de plano dijo que él “nunca lo habría hecho”, obvio en alguien que carga sobre sí acusaciones de represión contra manifestantes durante casi toda su gestión.
    Mencionaba la vez pasada también el ejemplo español, la interminable lucha en tribunales de las víctimas del franquismo, que llevan años ganando batallas para borrar de su historia, no a la figura y menos los crímenes de Francisco Franco sino toda forma de homenaje, lucha que no se ha reducido a eliminar sus placas, calles y estatuas, porque ha implicado la búsqueda de justicia y tendrá su momento culminante en estos días, cuando se retiren los restos del dictador del Valle de los Caídos, como un acto de reparación a las víctimas justamente de la Guerra Civil.
    No sólo ha sido así en España, el caso más emblemático y reciente, también en muchos otros países, empeñados en reconciliarse con su pasado. Por ejemplo en Santo Domingo, a la caída de Trujillo, se tiraron todos sus monumentos. Igual fue en Nicaragua a la caída de Anastasio Somoza, y desde luego en Cuba, al triunfo de la revolución, con todas las calles y monumentos a Fulgencio Batista.
    Y nadie pensó que eso significaba atacar a la historia o borrar la memoria de los lugares. Eran actos de justicia. Y también de memoria. Incluso en el caso de Cuba, otra acción que se tomó fue erigir el antiguo palacio presidencial en un Museo que repasa toda su historia para recordatorio de las nuevas generaciones.
    Además de eso, que ya por sí es aleccionador, recordar que aquí mismo se dieron casos de memoria histórica. Está el “Teatro Iturbide”, en honor de quien fuera el primer emperador de México, edificado entre 1851 y 1856; la primera piedra la colocó en una gran ceremonia el general Mariano Arista, presidente conservador, a cuya caída quedó en desuso para dar paso, 16 años después, a la Cámara de Diputados, cuando las instalaciones originales en Palacio Nacional fueron devastadas por un incendio.
    Y no es el único ejemplo, de hecho el mismo destino corrió el “Teatro Iturbide” de Querétaro -que fue sede en 1917 de los debates del Constituyente-, inaugurado durante un gobierno conservador en 1852, y que en 1922, al triunfo de la Revolución, cambió su nombre por el de Teatro de la República.
    En el caso de Agustín de Iturbide, hay que destacar que estando desterrado, el Congreso buscó empeñosamente borrar su influencia, llegando al grado de que el 8 de enero de 1824, ante el anuncio de su posible retorno, algunos diputados pidieron que se removieran las dos copias del Plan de Iguala de la sala del Congreso.
    También en la Ciudad de México, la defenestración de Antonio López de Santa Anna alcanzó todos los recintos y monumentos que erigió, para empezar el que se levantó en el cementerio de Santa Paula en honor a su pierna –perdida en batalla y conservada momificada como reliquia-. A su caída, una muchedumbre la bajó de la columna donde había sido colocada, la sacó de su sarcófago a los gritos de ¡Muera quinceuñas! y festivamente la arrastró por varias partes de la ciudad.
    Su escultura en la Plaza del Volador una multitud enfurecida trató de derribarla, y aunque finalmente se pudo salvar y esconder por un tiempo, no sucedió lo mismo con otra en yeso que se había colocado en el peristilo del “Teatro Santa Anna” -el sitio adonde se cantó por primera vez el Himno Nacional-, y por supuesto su nombre fue también arrancado, para convertirse en el “Teatro Vergara” y tiempo después, a la restauración de la República, en “Teatro Nacional”.
    Y por cierto que durante siglos se ha omitido toda una estrofa de la versión original del Himno, precisamente la que exaltaba las virtudes del dictador, “el guerrero inmortal de Zempoala”, e incluso en 1942, año en que el Himno se convirtió en oficial, además de esa estrofa también se le “limpiaron” varias más, 6 de 10, entre ellas las que evocaban además de a Santa Anna, a Iturbide. Y esa es la versión que hoy conocemos y cantamos.
    En fin, que la preocupación mostrada por algunos ante el retiro de las placas del Metro es ocioso, y hasta retrógrada. No se trata de atentar contra la historia sino justamente de lo contrario. De poner las cosas en su lugar. Esa es una tarea que tenemos pendiente. Hay muchos monumentos que sobran no sólo en esta Ciudad sino en el país pero hay otros más que siguen faltando y hay que levantar, y ese es un proceso que esperamos se inicie ahora. Porque es sano y muy necesario.
    La alternancia del 2000 no sólo omitió esta tarea sino que su Fiscalía especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, fue un fiasco.
    Por eso, entre otras cosas, se impone un proceso revisionista serio, abrir sin restricciones todos los archivos, clasificados ahora, del Estado Mexicano en los últimos 80 años, es materia elemental para iniciar el camino de la justicia y encontrar la verdad de una gran parte de nuestra historia ignorada o saboteada.
    Y sistematizar, legalizar e institucionalizar, la búsqueda de la verdad. Una Ley de Memoria Histórica que norme esa tarea, una Ley que, sin maniqueísmos tendenciosos, nos ayude a reconstruir la historia, a conocer la verdad de los hechos del pasado, para entenderlos y valorarlos. La única manera de construir un mejor futuro.
    Seguiremos en el tema.

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