Domingo, 10 de Julio de 2011 13:44 |
Así que, desde la toma de posesión, Díaz Ordaz se sintió inseguro.
Un movimiento en falso y se destaparían las ambiciones, los juegos
dobles y triples, las conjuras, las burlas. Visualizaba un mundo de
dolor para él. Sus primeras palabras con su gabinete fueron:
–Aunque no lo crean, desde hoy van a empezar a candidatearlos para
ser los próximos presidentes de México. Les pido que no se me adelanten.
–Como le digo, licenciado –respondió Echeverría a solas en la oficina
de Palacio Nacional–, hay que atacar lo que se apoya y apoyar a lo que
se ataca.
–O como digo yo –terció Díaz Ordaz–: primero, chíngate a quien quiera quitarte la silla, luego, a quien te la dio.
Baja la escalera esa mañana de domingo en que decide que no quiere
morir solo. Tiene que decírselo a alguien. A sus hijos, no a sus
muertos. Mira el sol pegando en el comedor. Fue en esta misma casa de
Ajijic donde se relajaba para tomar decisiones como Presidente. Ahí
decidió, por ejemplo, cómo eliminar al regente de la ciudad de México,
una vez que le hubiera entregado las obras de los estadios y la Villa
Olímpica para los XIX Juegos de 1968. Ernesto Peralta Uruchurtu se había
encargado de la ciudad de México durante 14 años. El 29 de mayo de
1966 iban a inaugurar juntos el Estadio Azteca, pero el Presidente
llegó hora y media tarde, a propósito. Cuando quiso hablar, los
asistentes sentados desde las ocho de la mañana le chiflaron.
–Usted es el responsable de esta rechifla, don Ernesto –le dijo el Presidente a Uruchurtu.
–¿Yo por qué? Yo no les dije que lo abuchearan.
–Usted es el responsable del chingado tráfico en la ciudad.
Díaz Ordaz nunca lo perdonó. Y, cuatro meses después, el regente
Uruchurtu fue al Palacio Nacional a pedirle permiso para desalojar a los
pobres que vivían en casas de cartón, lodosos, con gallinas, puercos y
perros callejeros, en las inmediaciones del Estadio Azteca: Santa
Úrsula, se llamaba el asentamiento. Díaz Ordaz supo que lo tenía en un
puño. No le aprobó el uso de la fuerza, sólo le dijo:
–¿Pero desde cuando el señor regente ha tenido un problema?
El 13 de septiembre de 1966 entraron los bulldozers a tirar
las casas de los miserables del Estadio Azteca. Díaz Ordaz telefoneó al
líder de la Cámara de Diputados, Alfonso Martínez Domínguez:
–Le llegó la hora al regente Uruchurtu. Mándelo muy lejos.
Y la sesión de esa mañana fue para criticar la falta de sensibilidad del Canciller de Cemento .
La CTM lo acusó de hacer obras de adorno que no mejoraban en nada la
vida de los trabajadores. En las gradas de la Cámara, pululaban los
pobladores de Santa Úrsula, con sus cajas de cartón, sus cobijas, sus
gritos. El 14 de septiembre, Uruchurtu presentó su renuncia. Y el día
15, durante la ceremonia del Grito de Independencia en el Zócalo, Díaz
Ordaz fue recibido, de nuevo, con una rechifla.
–Ésta es la venganza de Uruchurtu –le dijo al oído a su esposa Lupita
que hacía esfuerzos por no caerse por el balcón presidencial: también
padecía vértigo.
Pero no. La ciudad de México estaba harta del Partido y de sus
Presidentes. Eso nunca lo supo ver Díaz Ordaz, metido en sus intrigas de
corte barroca. Solía repetir un dicho de la mafia italiana: si algo se mueve, tiene un líder . Fuera de la mafia, no era necesariamente cierto.
Pero había sido ahí, en el estudio de la casa de Ajijic, que Díaz
Ordaz había valorado a quién poner en la ciudad de México. Se tardó una
semana. Corona del Rosal estaba resentido porque, sintiéndose dueño de
la Presidencia, lo habían nombrado en otro puesto distinto a la
Secretaría de Gobernación. Carlos Madrazo había dejado la presidencia
del Partido porque propuso que los candidatos a puestos de elección los
eligieran asambleas. Díaz Ordaz le dijo:
–Hemos funcionado bien desde Ruiz Cortines así: a la base del Partido
le dejas la elección de los presidentes municipales; al gobernador, la
de los diputados de su Estado; y a mí, al Presidente: los
gobernadores, los diputados y senadores federales. ¿Tú qué haces
metiendo a la indiada en decisiones tan complejas?
Se pelearon. Carlos Madrazo había renunciado al liderazgo del Partido
el 7 de noviembre de 1965 y, desde entonces, andaba hablando de la
democratización del Partido en cuanto auditorio lo aceptara. Hasta con
Elena Garro, la ex esposa de Octavio Paz. Una forma de tenerlo
controlado era nombrarlo regente de la ciudad de México. A los amigos
cerca, a los enemigos más cerca. Pero Díaz Ordaz decidió que el nuevo
regente de la ciudad de México fuera el general Alfonso Corona del
Rosal. Sólo un militar podría controlar los Juegos Olímpicos de 1968 que
se le presentaban a Díaz Ordaz como la ocasión para avergonzar al
país, tal como se lo decía Sabina, su madre: no invites a tus amigos a
la casa de nuestras pobrezas. Los invitas cuando nos mudemos a la casa
de nuestra abundancia.
De eso se acuerda Díaz Ordaz mirando el sol por la ventana en su
casa. De cómo Uruchurtu se presentó sin invitación a la boda de su hijo
Gustavo en Los Pinos en 1969. El misterio de la sumisión. De cómo el 4
de junio de ese mismo año, el avión en que viajaba Carlos Madrazo se
estrelló cerca de Monterrey y se mató.
–Nos van a echar la culpa, Señor Presidente –le dijo Echeverría
cuando se confirmó que no quedaban sobrevivientes de un avión que, se
decía, había explotado en el aire.
—Sí, claro. Es cuestión de Díaz –bromeó y le cerró la puerta del despacho en la cara porque estaba con La Tigresa.
***
Había escuchado balazos por la tarde. No podía llamar al presidente
López Portillo porque le debía una explicación por haberle aventado una
embajada. Decidió llamar al regente de la ciudad, Carlos Hank González.
Línea ocupada. Los telefonistas lo acosaban. Llamó al jefe de la
policía en la ciudad, Arturo Durazo. Éste se presentó con una escolta
de no menos de 30 personas que recorrieron el callejón de Risco,
tocaron en las puertas de los vecinos, trataron de abrir un automóvil
estacionado en la esquina y, como no pudieron, le rompieron el
parabrisas:
–Sin novedad, licenciado –Durazo se cuadró ante él.
Díaz Ordaz lo conocía desde que era comandante de la policía política
en 1958. Era uno de los interrogadores de los ferrocarrileros, junto
con Nazar Haro y Sahagún Baca. Les gustaba intimidar a sus presos
presentándose a los interrogatorios en ropa interior. Durazo había
estado con Fernando Gutiérrez Barrios en los desvelones entre agosto y
octubre de 1968, cuando sólo esperaban el momento adecuado para acabar
con el movimiento estudiantil.
Ahora se saludaron marcialmente, con la mano a la altura de la sien.
–¿No tiene algo para la garganta? –le preguntó Durazo
desabrochándose el saco de general. No era general, pero se disfrazaba
de uno, con galones y condecoraciones. Llegaría a ser doctor honoris causa por el Tribunal de Justicia del Distrito Federal, aunque no había terminado ni la secundaria.
–¿Como un jarabe para la tos? –preguntó Díaz Ordaz viendo cómo se
sentaba, sudoroso, el jefe de la policía en el sillón de su sala.
–No, más bien como un ron con Coca-Cola y un hielo –le respondió Durazo.
(…)
–¿Sabe, no, mi Lic? –comenzó Durazo después de darle un
trago a su cuba libre–. Hace dos meses, cuando usted andaba hasta la
Madre Patria, yo entré a Ciudad Universitaria a romperles toda su madre a
los universitarios.
–¿Y a mí qué? –le respondió Díaz Ordaz sorbiendo su jaibol.
–Pues que hice lo que usted: entré a disolver una huelga, nomás que ésta era de sindicaleros.
–¿Y se entretuvo, general?
–Bastante. Aunque es más divertido cuando están armados… las
balaceras, los sometimientos, los interrogatorios… –a lo que se refería
era a que Durazo había tomado parte en los exterminios de guerrilleros
que sucedieron después del 68. La guerra sucia de Luis Echeverría.
Díaz Ordaz le da otro trago al jaibol, hasta casi la mitad,
el hielo taladrándole los dientes le llega, como una descarga
eléctrica, al ojo. Deja que Durazo se regodee en los detalles de las
golpizas, las violaciones, las humillaciones a los trabajadores
universitarios que quieren sindicalizarse fuera del Partido. Díaz Ordaz
piensa en otra cosa. En 1968: En política no hay principios. Hay sólo acontecimientos .
(…) Durazo es espantoso, da miedo, con su nariz aplastada como un
pedazo de bolillo chamuscado, los cachetes que le cuelgan como a un
bulldog, los ojos rojos. Habla y habla de cómo rompió la huelga de los
trabajadores de la universidad.
–Pero fíjese usted, general Durazo –le dice Díaz Ordaz desde la
mesita donde están las botellas y el hielo–. No sólo es entrar a romper
madres. Se debe contar con una estrategia de conjunto.
–La estrategia es llegar bien servidos, casi inconscientes con coca y golpear a todos –le responde Durazo.
Díaz Ordaz no está de acuerdo. En la violencia del Estado hay una
estética. Para él es, todavía, un tipo de barroco, contiene un enigma
que, al descifrarse, es un mensaje. La intimidación es sólo una forma de
restaurar la sumisión.
***
El 27 de agosto los intentos porque los estudiantes tomen Palacio
Nacional se ven recompensados: después de que una señora subida en el
camión del Politécnico llama a parir más hijos para que los mate el
Presidente, un dirigente del Consejo Nacional de Huelga, Sócrates Amado
Campus Lemus –contactado por Gutiérrez Barrios días antes para que
tratara de venderle armas y dinamita a los demás dirigentes–, secuestra
el micrófono, fuera del programa –los oradores debían entregar por
escrito y con antelación sus discursos para que el Consejo Nacional de
Huelga los aprobara– para decir:
–Queremos el diálogo público con Díaz Ordaz el primero de septiembre,
día de su informe de gobierno. ¿Dónde quieren que sea el diálogo?
–Aquí –responde el medio millón–. Zócalo. Zócalo.
–Aprobado –dice Campos Lemus confundiendo el mitin con la asamblea de
universitarios–. Aquí nos quedamos a esperarlo. Hasta el primero de
septiembre a las 10 de la mañana.
Algunos estudiantes han arriado en el asta bandera un trapo –como
decía Maximino Ávila Camacho– rojinegro. Es otro incidente fuera del
programa aprobado por el consejo de los estudiantes: unos jóvenes de
provincia se pasan sobre el hombro de Luis Tomás Cervantes Cabeza de
Vaca y suben la bandera de huelga en el Zócalo de la capital. Saben cómo
amarrarla, cómo jalar el cordón.
Es justo lo que necesita Díaz Ordaz: los agitadores quieren el poder y
lo quieren para cambiar la bandera nacional por una de huelga. Tras
leer los reportes, Díaz Ordaz se desata en llamadas telefónicas y por
radio.
–Van a tomar el Palacio Nacional –le dice al jefe de su Estado Mayor, Gutiérrez Oropeza–, desalójalos.
Del Palacio Nacional salen los tanques apostados por Hernández Toledo
desde el 30 de julio en el patio de Palacio Nacional. Arrasan con las
fogatas improvisadas de 40 mil estudiantes (…)
–Han insultado a la bandera nacional poniendo un trapo de huelga en
el asta central –le dice por la red Díaz Ordaz a Luis Echeverría y a
Alfonso Corona del Rosal–. Mañana quiero a todo el gobierno en las
calles. Nosotros también podemos llenar el Zócalo. Que cada burócrata
venga a desagraviar la bandera nacional, a riesgo de su trabajo. Quiero a
los nuestros apoyando.
A la mañana siguiente sucede algo que nadie imaginó: los burócratas
de la Secretaría de Hacienda marchan, obligados, como todos los que
pertenecen al Partido, pero salen de sus oficinas gritando:
–Somos borregos. Nos llevan. Beeeee. A dóóóónde nos lleeeeevan.
Díaz Ordaz, que está recién bañado y cafeteado para salir al balcón de Palacio Nacional a saludar a los auténticos mexicanos, a los que sí responden a su mano tendida ,
baja al patio, sin lentes, los ojos refulgentes, y le ordena a su
Estado Mayor que vuelva a salir, ahora a desalojar a los empleados de su
propio gobierno. No le cabe la ira. Los tanques arrasan con los
propios trabajadores de su sexenio, al que le faltan dos años, una
Olimpiada y un Mundial de Futbol, pero que parece desvanecerse en el
aire. Él ya no lo ve, pero los burócratas comienzan a jugar a torear a
los tanques. Los estudiantes, que no se han ido del todo, se sacan los
suéteres y se unen a la corrida. El jefe del Estado Mayor Presidencial,
José Luis Gutiérrez Oropeza, parado en la puerta del Palacio Nacional
mira eso y le dice a Francisco Quiroz Hermosillo, otro general:
–Esto ya valió madres. No sólo no nos tienen miedo, sino que ahora, hasta somos su burla.
Cuando Díaz Ordaz recibe los informes del fracaso del desagravio a la
bandera, no da manotazos, ni insulta a nadie. Le da cuerda a su reloj.
Ha llegado el tiempo de renovar el miedo.
La editorial SUMA de letras ha puesto en circulación Díaz Ordaz: disparos en la oscuridad, biografía
novelada del responsable de la matanza de Tlatelolco en 1968, escrita
entre la crónica y la ficción por Fabrizio Mejía Madrid. Su punto de
partida es una amplia investigación bibliohemerográfica. Presentamos un
fragmento del libro, con autorización de la casa editora |
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